Bajo mis pies

La mañana se despertó clara, radiante, azulada y llena de vida. El silencio se notaba en cada poro de aquella gran ciudad ahora desierta. Iryna se levantó como todas las mañanas, se acercó a la ventana y recorrió el visillo roto que aún se mantenía en pie. Sonrió…

Tras una larga pausa, miró hacia atrás y despacito se puso en cuclillas, se acercó a un somier roído que se encontraba en el suelo de aquella habitación gris que olía a humedad y a rancio; y suspiró. Encima de él, un bulto lleno de todo tipo de ropajes y vestimentas esparcidas cubriendo lo que parecía una cama, con sabanas viejas y alguna manta que habían encontrado por ahí. Debajo de todo ese enjambre textil, asomaban unos piececitos pequeñitos, encarnados y llenos de manchas. Lo destapó con cuidado y llevó sus dedos con delicadeza hacia la planta de aquel miembro diminuto y empezó a moverlos con gran velocidad, siguiendo un ritual cotidiano que hacía todas las mañanas. Lo que se encontraba debajo de aquel cumulo de ropa, saltó como un resorte y se agarró al cuello de la chica sin parar de reír.

– Buenos días, Yure, ¿Qué tal has dormido hoy? -Este encogió los brazos y siguió abrazado a la muchacha- Arriba, campeón. Vamos a tomar algo caliente y a no perder el tiempo. Ya verás como algo bueno nos depara la jornada.

El niño despeinado la soltó de entre sus brazos y la miro esperanzado con sus ojos grandes azulados. Yure no tendría más de seis años y se notaba por el cuerpecito, que el hambre le había pasado factura puesto que solo era un saco de huesos mal nutrido.

– ¿Iremos a ver a mamá?

– Claro, como todos los días. Buscaremos flores en el campo y hablaremos con ella todo el tiempo que quieras. Así que, ahora vamos a levantarnos y a lavarnos la cara para quitar esas telas de araña de los ojos que tejen por las noches.

– ¡Pero el agua está muy fría!

– Ya pero no querrás que mamá te vea la cara sucia desde el cielo.

– No –contestó.

-Venga, date prisa mientras te preparo un rico desayuno -le sonrió peinándole con los dedos el pelo rizado.

– ¿Cómo príncipes? -sonrió.

– No, hoy toca cómo reyes.

Yuré saltó de la cama y poniéndose las botas roídas que había encontrado tiempo atrás y que dejaban ver algún que otro dedo, se marchó corriendo hacía la otra habitación escombrada, donde una palangana oxidada se llenaba gota a gota del preciado manjar líquido que caía de una tubería que aún se mantenía en pie.

Iryna volvió a suspirar y quitándose de su rostro la máscara de comediante, dejó ver la realidad del dolor que sentía.

– Ahora sé porque el payaso se pinta una sonrisa en la cara -pensó.

Mientras el jovencito jugaba con un coche de carreras descolorido, su hermana se esmeraba en el escaso desayuno que podía ofrecer al niño. Calentó la poca leche que aún le quedaba y desenvolvió un cacho de pan que guardaba como oro en paño. Le untó margarina que había encontrado en algún frigorífico de los alrededores, le puso una loncha de embutido que había sobrado del día anterior y se lo llevó al muchacho que lo miró agradecido.

– ¿Tú no desayunas? -le dijo.

– Ya lo hice mientras tu estabas durmiendo -le mintió.

– Entonces, ¿todo esto es para mí? -insistió.

– Todo tuyo –contestó mientras veía como el niño devoraba el pequeño bocadillo que le había hecho su hermana.

Iryna le miraba atenta mientras sus tripas rujían al compás de cada mordisco que Yuré daba. Pero a ella no le importaba porque se nutría viendo como su hermano se sentía feliz. De vez en cuando, alguna miga de pan caía al suelo y la muchacha la observaba detenidamente como ave carroñera a su presa. Seguidamente, acercaba la yema dedo a su lengua, lo lamia y sigilosamente sin que el pequeño se diese cuenta, lo acercaba a la pizca. Tras atraparla, se lo llevaba a la boca y lo lamia como si no hubiera un mañana, manteniéndola unos instantes antes de tragársela.

Cuando el joven hubo acabado, ambos salieron por la puerta y el jovencito echó a correr calle abajo sin preocupaciones y como si nada malo de lo que estaba sucediendo a su alrededor, fuera con él. Iryna no dejaba de observarle, no quería perderle de vista. En cualquier momento tendría que cogerle de la mano y salir corriendo a esconderse en cualquier lugar, ante el estruendo o movimiento terrestre que se oyera por la zona.

Pero Yure era feliz, buscaba entre los escombros de la gran ciudad ahora destruida, algo que le pudiese entretener mientras que su hermana seguía merodeando entre las ruinas de los edificios en busca de algo que pudiera servirle o que pudieran llevarse a la boca. Cerca de ella, otras personas en su misma situación hacían lo mismo. De vez en cuando y si había ocasión, se intercambiaban objetos respetando la situación que estaban viviendo, en silencio, tan solo con una mirada o con un simple gesto de agradecimiento.

Aquel día era perfecto, tranquilo, sin ruidos extraños que pudieran temer. Los pájaros habían vuelto a posarse en las ramas, ajenos a lo que en aquel país se estaba cociendo. Iryna llegó hasta un cuarto piso y se asomó a la ventana. El paisaje que se ofrecía ante sus ojos y bajo sus pies era realmente asolador, dantesco, aterrador, fruto de alguna película de ciencia ficción americana que años atrás, podía a ver visto junto con sus padres en cualquier cine de Járkov. Una ciudad polifacética que había cambiado de la noche a la mañana su aspecto arquitectónico. Su catedral desolada, su gran parque destruido y su plaza de la constitución que ahora había cambiado por completo. Nunca pensó que siendo tan joven vería su ciudad destrozada, aquella que la vio crecer junto al resto de su familia. Ahora solo le quedaba el pequeño Yure. Su padre, en el frente defendiendo su país y su madre asesinada en aquella matanza cruel que un homicida con ansias de poder, había ordenado.

De pronto, un sonido desgarrador en la lejanía gritó su nombre, recorriendo las cuatro paredes de aquella planta medio derruida, haciendo eco en todo el edificio. La joven sintió un escalofrío en su delgado cuerpo y pensó en el pequeño. Echó a correr escaleras abajo y empezó a gritar a su hermano sin recibir contestación alguna. Sintió que el corazón se le salía del pecho y pensó: él no, él no, otra vez no….

Al instante, una figura diminuta apareció antes sus ojos y siguió corriendo hasta alcanzarla. La agarró con fuerza y la sintió fría, inerte, sin vida. Sus ojos estaban clavados fijamente a los escombros de una valla de piedra ahora derruida. Iryna miró entonces hacía donde los ojos del crio le indicaban y observó aterrorizada a una mujer, ya anciana, con un pequeño balón embarrado que sujetaba entre sus manos, de pie, inmóvil. La mujer apenada sonrió a la joven y le pidió que no se acercara plantando su mirada al suelo.

– Me encontré una pelota y empecé a jugar. Pero en unas de mis patadas calló entre esos amasijos de cascotes viejos. Fui a entrar a por ella y esta señora que apareció de repente, me empujó tirándome al suelo sin dejarme entrar a recogerla. Desde entonces no se ha movido y no quiere dármela –dijo sollozando.

Iryna miró a la anciana confundida que empezó hacer gestos con su mirada para que la muchacha se percatase. Y siguiendo sus indicaciones pudo observar que, debajo de sus pies, había un pequeño artefacto de hierro que denotaba la inquietud de aquella mujer que no dejaba de sonreír al muchacho. Sintió de nuevo el escalofrío.

– Vámonos, Yure – le dijo su hermana.

– ¿Y mi pelota? Es mía, yo la encontré primero. Yo quiero que esta señora salga de ahí y me devuelva mi pelota.

– Yo te la tiro, pero si me prometes que no te acercarás y que te irás corriendo -le miró con lágrimas en los ojos- Tenía un nieto como tú y la cólera de los adultos me lo arrebataron. Esta era su pelota…. Era él o yo y creo que ya he vivido suficiente. Ya no me queda nadie a quien llorar. El joven aún tiene un futuro, mi nieto ya no. Los inocentes no deben pagar la soberbia de los mayores…

Miró al chiquillo no le quitaba la vista de encima, enfurruñado porque no le daba su apreciada pelota. Su corta edad le decía que algo no iba bien y su ansia de salir de allí, denotaba su miedo. La pelota estaba dejando de ser su prioridad. Estaba asustado. La anciana se dio cuenta de la situación y captó de nuevo su atención. Se la lanzó y Yure la cogió entre sus manos.

– Ahora llévatelo de aquí inmediatamente porque mis piernas son débiles y mi cuerpo ya está cansado. Puedo flaquear en cualquier momento y la mina no va a respetarme si eso pasa.

La chica agradecida cogió a su hermano en brazos y salió corriendo de nuevo hacía su guarida mientras que Yure, no dejaba de mirar a la anciana que seguía sonreírle.

La noche fue larga para los dos hermanos, no se dijeron palabra alguna de lo sucedido. Yure no jugó con la pelota aquella noche, dejándola inmóvil a su lado y quedándose profundamente dormido. Al contrario que Iryna que se quedó agazapada muy cerca de él. Tan solo se estremeció cuando una explosión en la lejanía alteró de nuevo su vida. Entonces, empezó a llorar sin consuelo alguno y sin que nadie pudiera callar su llanto en aquella fría madrugada del mes de marzo de 2022.

© Jesús María Salvador