… Y, vive Dios que, en mi ansia de viajar, di con una villa cuyo interior de sus murallas y atrapada por el paso de los tiempos, arropaba a su ciudad más cervantina.
Mi sed se hizo notar de inmediato al igual que mi cansancio y decidí buscar algún lugar donde aposentar mi enorme cuerpo exhausto. Di por entonces, entre las innumerables calles medievales y sus grandiosos santuarios sagrados, con una minúscula, pero a su vez, acogedora taberna. Me deslicé dentro de ella embriago por su encanto e inmediatamente pude sentir la paz que emanaba de sus cuatros paredes de color bermellón y fuego.
La visión que ofrecían mis ojos demostraba el buen ambiente de sus gentes: grupos de zagales imberbes con sus jóvenes damiselas románticas, nobles parejas acurrucando su amor y su buena compañía, de alta alcurnia, jornaleros de ciudad, soldados de la villa, familias completas con sus jóvenes retoños. Estudiantes, transeúntes, forasteros… Y en sus manos, en común, el más preciados de los tesoros: una gran copa de vino siendo saboreado por los labios de los allí presentes sin desperdiciar ni una gota de su valioso contenido; una Sangre de Toro, un Borsao aragonés, un Rioja, un Ribera del Duero, un Mara de Galicia, un blanco de Alsacia, un frutal con sabores jamaicanos o una denominación de origen de la capital donde se encontraba, servido con placer por su amable dueña y sus cordiales meseros.
Para amenizar tanto sabor y la velada, tapas de todos los gustos para paladares exquisitos y con pocas especias para no matar el agrado que producía el degustar el placentero líquido sagrado.
La postal era jovial, alegre, triunfal. Llena de encanto y de vida. Se notaba que sus parroquianos sabían dónde se sentían arropados después de una jornada estresante y calurosa de aquel típico día de verano.
Me sentía a gusto, relajado, inmenso e inmerso acompañado por el calor de aquellas gentes. En definitiva, me honraba ser uno de ellos.
Seguro, que si Fray Diego de San Nicolás, patrón de la villa, hubiera vivido en estos tiempos tan modernos, dejaría sus quehaceres para otros momentos y degustaría en el Tempranillo una gran copa de suculento manjar, mientras que sus pies descalzos reposarían junto a los de otros lugareños y así, admiraría con inmensa devoción en lo grande que se ha convertido con el paso de los tiempos, su Castillo en el río Henares, su Complutum como la denominaban sus ancestros los romanos. Su querida y añorada cuna de Cervantes. Su Alcalá de Henares.
Jesús Mª Salvador ©