Martín entró como cada mañana en la parroquia de su localidad, se sentó en uno de los bancos traseros de la nave central y se puso mirando hacía el altar. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, se notaba que el frescor que había en el templo contrastaba con el tiempo que hacía en la calle.
Se santiguó, echó una ojeada por encima a los pocos feligreses que había en aquellas horas de la mañana sentados en los bancos contiguos y se quedó contemplando con la mirada absorta, el retablo donde se encontraba el sagrario; en silencio, vacío y esperando como cada mañana las respuestas a sus plegarias. El órgano sonaba de fondo al compás del incienso que sobrevolaba el interior de la iglesia.
La imagen del Cristo crucificado del siglo XVIII le resultaba desgarradora para sus pronunciados ojos puesto que nunca había entendido por qué debía estar siempre representado en actitud afligida y no resucitado. Resopló al tiempo que observaba como las cotidianas mujeres llegaban puntuales a la misa de las diez, algunas con sus carritos de la compra y otras bien arregladitas para asistir a la liturgia del día y posteriormente irse a cortar trajes a sus vecinos con un chocolate con churros; metían sus dedos en la pila donde se encontraba el agua bendecida, se santiguaban, encendían una vela al Santísimo o la Piedad y se sentaban en los bancos próximos al altar. Sacaban sus rosarios de los bolsillos y empezaban a rezar:
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…
Martín se arrodilló, unió su cabeza a sus manos entrelazadas por los dedos y suspiró. No sabía qué hacía allí, todos los días la misma rutina esperando contestación a sus múltiples preguntas. Aun así, como todas las mañanas, seguía yendo a su parroquia y se sentaba en el mismo banco que día tras día le estaba esperando. Desde que le había incapacitado judicialmente por problemas físicos tenía más tiempo libre y, sobre todo, más horas para pensar. Seguía callado, esperando que algo hiciese clic en su cabeza y sus pensamientos e inquietudes por fin fueran entendibles.
– Antes me comía el mundo -pensó- y ya no puedo pretender ser como antes y que todo sea igual. Ahora son muchas cosas en las que llevo arrastrando y poco tiempo ya para colocarlas en su sitio y ordenadamente. Antes la oración amansaba esta angustia y esta situación en la que vivo y ahora la encuentro fuera de contexto y apenas calma mi corazón. Ya no es suficiente…
Su cuerpo tomo otra temperatura y se sintió a gusto y regocijado. El simple hecho de estar en esa postura le hizo encontrarse consigo mismo y recordar viejos momentos de su infancia.
– Te veo tan alejado que dudo por momentos si aún creo o me aferro a Ti porque lo he hecho durante toda mi vida y la verdad es que no quiero sentir este desasosiego dentro de mí…Te echo tanto de menos en mi corazón que solo dudar me causa dolor.
Un sacerdote que siempre andaba por las galerías de la parroquia saludando a sus fieles, colocando las velas y mirando que no les faltara detalle a sus imágenes, se fijó en él como todas las mañanas. Ese día decidió que ya era hora de acercarse a él y preguntar cómo se encontraba.
– Llevo mucho tiempo intentando ver si te decidías a confesarte y poder charlar un rato contigo, Martín -se sentó a su lado.
– Y que quiere que le cuente, padre, ¿lo de siempre? ¿Qué soy un católico, mariquita y con una tara en mi cuerpo? Eso ya lo sabe, son muchos años tomando cañas en la tasca de enfrente y jugando al domino con los lugareños de la localidad.
– Si, eso ya lo sé Martín, que lo tienes todo y encima eres de derechas. Una buena mezcla de defectos e imperfecciones según tú… ¿Y crees que a mí eso me importa…? Pero cuando estás aquí es por algo…
– Porque me encuentro a gusto y cómodo, Julián. Aquí nadie me juzga, ni me sermonea, ni me pide nada a cambio. Aquí me encuentro conmigo mismo y me siento vivo y puedo contactar con mi yo interior.
– Eso ya es algo y entiendo que no vienes aquí para ver mi careto de jovenzuelo repeinado -Martín levantó la mirada y le observó con cara de circunstancia.
– ¡Tú eres tonto!
Se hizo un silencio y el párroco puso la mano en su hombro y decidió no molestarle más, levantándose de su lado.
– Que suerte el mundo, todos salen de él y yo sigo estando dentro -le interrumpió Martín mientras se sentaba en el banco a golpe de dolores.
– ¿Por qué dices eso, Martín? –le acompañó de nuevo.
– Porque me quedé afincado en él y no supe cómo salir adelante. Yo era la persona imperfecta en la cual podían lapidar con todo tipo de calumnias y difamaciones, y hacer como que nada me importase. Venía aquí desde pequeño con mi madre, pero eso tú ya lo sabes porque eras el monaguillo de Don Valentín; y siempre mi progenitora tenía que aguantar los insultos y la mala fe de las vecinas por traer a misa a un hijo lisiado y con pluma. Eso sí que me dolía. La cuidé y estuve con ella hasta el final mientras renunciaba al amor de aquel camarero que tantas veces intentó tirarme los tejos mientras aún éramos jóvenes y prometíamos.
– Vicente se llamaba –interrumpió el sacerdote.
– Cierto, tú lo conocías bien.
– Si, no se me olvidará nunca como te increpaba continuamente porque te gustaba los hombres y asistías a misa todos los domingos –sonrió.
– Un ateo de cojones –afirmó Martín.
– Bueno, un hijo de Dios igualmente –lo suavizó Julián.
– Cierto, yo sentía a Dios porque sabía que mi vida era distinta a todos ellos y sabía que Él no me juzgaría nunca, solo los hombres y eso me complacía. Que cualquier hijo de vecino tenía cobijo bajo sus alas. Tenía mi trabajo, mis pocos amigos, nunca me metí en política, ni hablaba de futbol porque cada uno éramos de su padre y de su madre. Me sentía diferente. Eran tiempos en los cuales nos respetábamos o por lo menos yo admitía a todos por igual porque tenía claro que no podía mirar la paja ajena sin haber visto antes la mía en mis propios ojos. Aguanté carros y carretas y seguí sonriendo sabiendo que en el fondo no era feliz, que quería huir, pero la cobardía no me dejaba salir de esas cuatro paredes en la que habitaba. Ahora ya es tarde.
– Tal vez no fuera tu hora.
– Y ahora mi hora ya ha pasado –dijo resignado.
Los cuartos sonaron en las campanas de la parroquia. Julián miró su reloj.
– ¿Y qué pecados tengo? –siguió diciendo- La tozudez y la cabezonería es un síntoma que indican que estoy vivo. ¿Qué voy con la verdad por delante y que me jode los hipócritas? Pues sí, mucho, ¿y qué? No he matado, no he robado, me he cagado en la madre que los parió de muchos y en los padres que los engendraron. Y aquí sigo, aguantando mecha porque la soberbia me ha podido y luego he doblegado como el que más y me he bajado los pantalones (no como tú crees) … En definitiva, no he cometido pecados y no me arrepiento de cada una de las cosas que he hecho.
– De todas formas, Él murió por nuestros pecados –respondió el sacerdote- Y si los tienes, ¿Por qué no te liberas de ellos y se los ofreces?
– Otra cosa igual –se enojó Martín- ¿Por qué se los tengo que ofrecer? No entiendo esa obsesión que tenéis los curas para que el Señor cargue con nuestros pecados. Mis pecados son míos y de nadie más y no tengo porque dejárselos a otros para que carguen con ellos. De que me sirven hacerlo si cuando salga a la calle, voy a volverlos a cometer. Si no, díselo a todas estas que están aquí todo el día metidas dándose golpes de pecho y en cuanto salen a la calle siguen cortando los mismos patrones.
– Yo te conozco querido amigo, desde que éramos pequeños y siempre has sido el faro de mucha gente. Nunca has querido eclipsar a nadie y has estado en silencio a su lado. Siempre eras el último en todo. Le has acompañado en su camino y les has ayudado a levantarse cuando se caen. Tienes que estar orgulloso por ello.
– La verdad es que ahora cuando me caigo, no me apetece levantarme.
– Ahí está el Señor para hacerlo y si no, estamos los demás. Debes creer más en ti, sanar tus heridas, las heridas del alma, y avanzar. Lo único que tienes que hacer es coger el camino de la aceptación. Eres como eres, no hay que pensar en el dolor, tú que siempre lo has trabajado y has salido tantas veces airoso de él y que has luchado tanto a lo largo de tu vida. Ahora te toca sanar, curarte de tus dolores y sobre todo perdonarte por pensar que no eres valido y que has malgastado tu vida y la de los demás. Y recuerda, quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Dios te quiere como eres y no como te ven los demás o como te ves tú mismo. Tu proyecto en vida fue creer en Él y serle fiel. Te aseguro que muchos católicos no llevan su vocación cristiana tan bien como la puedas llevar tú. Te aferras en seguir delante de la mano de una religión que no debería ir contigo por el simple hecho de querer a una persona de tu mismo sexo. Al fin y al cabo, eso es amor y lo que haces no es distinto al resto de los humanos. Amas, crees, compartes, ayudas, sanas con tu cariño. Como diría el propio Papa Francisco: “quién soy yo para juzgar si el mismo Dios no lo hace” Además, el creer en el Él es una opción, no una obligación. AMAR es una imposición.
Martín se quedó pensativo, tal vez no sabía si realmente era lo que necesitaba, pero lo que si tenía claro es que su Dios había oído sus plegarias y las había puesto en boca de su amigo Julián. No era lo que esperaba, pero podía estar más tranquilo, aunque no complacido.
– Es hora de volver al trabajo. Tengo una misa que dar –se levantó el sacerdote- ¿Te quedarás a oírla?
– Sabes que lo sermones no van conmigo
– Entonces te veré mañana en la partida de los miércoles.
– ¿A la misma hora? –asintió Martín
– Puntuales como siempre.
Tras despedirse ambos, el sacerdote se dirigió a la sacristía para prepararse mientras que Martín se levantó muy lentamente del banco y dirigiendo su mirada a la cruz del templo, se despidió de Él.
– Mañana si no te importa, no vendré a verte.
© Texto e imagen: Jesús María Salvador