Cuando Samuel se levantaba por las mañanas contaba con los dedos de su mano, cuanto tiempo le quedaba para que llegase pronto aquel gran acontecimiento que tanto le tenía en vilo. Tachaba uno a uno, los días del calendario que aún tenía el mes de diciembre. Cuando llegó la fecha señalada, se levantó de un salto de la cama en aquella mañana gélida e iluminada por el mes de enero. Nervioso y expectante, despertó a su hermana y ambos bajaron corriendo las escaleras rumbo al salón donde un árbol majestoso les estaba esperando. Debajo de él, paquetes de colores de distintos tamaños y texturas; y junto a ellos, sentado en un sillón, Julio les estaba esperando. Samuel y la pequeña sonrieron complacidos y se miraron al unísono esperando en la puerta a que su abuelo les diera permiso para entrar. Habían sido educados en el respeto y las tradiciones y apenas hacían cualquier movimiento sin permiso de un mayor, aunque se murieran de ganas y les fuera su vida en ello. Julio sonrió, miró de reojo a sus hijos y ambos dieron el pistoletazo de salida. Fue entonces cuando los chiquillos se lanzaron como una manada de leones, a devorar su recompensa.
El abuelo les observaba como críos desenvolvían sus misteriosos tesoros, clavando sus ojos en cada movimiento, gesto o asombro que sus pequeños cuerpos hacían; entre gritos de alegría, júbilo y algún que otro “ostras” que intentaban disimular entre tanto jubilo y satisfacción. Un día es un día y todo les está permitido, pensó.
Miraban complacidos lo que sus Majestades de Oriente les habían traído: la muñeca de sus sueños, la construcción en piezas para montar el castillo lleno de dragones de su serie favorita o el libro de colores y el juego interactivo para jugar en familia.
La más pequeña fue a enseñárselos a sus padres mientras que Samuel se levantó de suelo y abrazo a Julio con fuerza.
– Gracias abuelo –le susurró en el oído. Julio le respondió con el mismo entusiasmo y le apartó de él para que siguiera desenvolviendo.
De pronto, María José, con alguna que otra legaña pegada en aquellos ojos del color del cielo, se acercó al abuelo y enseñándole su muñeca, le miró complacida.
– Abuelo, cuando tú eras pequeño, ¿los Reyes te traían tantos regalos? -El abuelo suspiró y mirándola fijamente, cogió su cuerpecillo de bailarina y la sentó en sus rodillas.
– Pues la verdad es que los Reyes no me traían muchas cosas: alguna que otra vianda para llevarnos a la boca y un caballito de madera que los Reyes habían hecho para mí la noche anterior.
– ¿Sólo? – le miró sorprendida.
– ¡Ah, no!, se me olvidaba…. Y una caja enorme y nueva de cartón que cambiábamos por la del año anterior.
– ¿Una caja de cartón? –le preguntó el chico dejando lo que estaba haciendo. Ambos niños miraron a sus padres extrañados y se preguntaron sobre aquel misterioso regalo que los magos de Oriente dejaban en casa del abuelo, año tras año.
– Si, una caja de cartón… -le dijo mientras este se acomodaba en el sillón- En mis tiempos, los chiquillos de la época apenas teníamos que llevarnos a la boca. Habíamos salido de una guerra y nuestros padres, abuelos de los vuestros, se dedicaban a las tierras, a la ganadería y quien tenía más suerte, a trabajar como obreros en las industrias que aún quedaban en pie y que empezaba a emerger de sus cenizas. Así que, los Reyes Magos solo venían a casa de los más ricos y poderosos, mientras que en la mía y a la de mis hermanos venían con lo que les sobraban en las sacas de lo que portaban los camellos.
– Eso es injusto, abu -refunfuñó la pequeña.
– Cierto, pero lo creas o no, éramos los niños más felices del mundo. Entonces, mis hermanos y yo con las cajas de cartón que encontrábamos nos hacíamos un fuerte donde nuestros caballos que galopaban al son de nuestras aventuras. Tú crees que, porque los niños ricos tenían más juguetes que nosotros, ¿eran más dichosos?
– Si -insistió la niña.
– ¿Porqué?
– Porque tenían más cosas -contestó el chico.
– Cierto, pero no te confundas. La imaginación de un niño es el poder más grande que se tiene en esta vida, por muy poco que tenga. Para los niños de nuestra época, la caja de cartón era un gran juguete. Podía ser el escondite de nuestros indios montados a caballo o un gran coche de carreras. Las niñas jugaban a escondite dentro de ellas, peinaban a sus muñecas de trapo o jugaban a las cocinitas emulando a sus madres. Creábamos con nuestra imaginación miles de cosas y eso nos ayudaba a percibir, a moldear nuestros sentidos y a enfrentarnos al mundo y a nuestro destino cuando fuésemos mayores.
– Y, aun así, ¿les poníais leche y pan, abuelo? -dijo María José.
– No hija, el hambre se lo comía antes -carcajeó- Nosotros le poníamos agua a los camellos y hacíamos bolitas de mazapán; y cuando nos levantábamos por las mañanas, observábamos asombrados como en el pajar estaba plagado de las huellas de los animales que iban con ellos y las pisadas de sus majestades. Complacidos, volvíamos adentro y veíamos la mesa llena de comida: un pollo de corral o un pavo si había fortuna ese año. Un trozo de panceta, chorizo y una enorme hogaza de pan recién horneada para mojar en la leche que habían conseguido nuestros padres de la casa de los vecinos, a cambio de media docenas de manzanas.
– Que triste, papá -se emocionó su hija.
– Eran otros tiempos, hija, tiempos que queríamos olvidar… -hizo una pausa- Pero lo mejor de todo es que éramos felices y seguíamos disfrutando de nuestros padres, nuestros amigos y nuestra imaginación en aquella caja de cartón… Gracias a Dios, los tiempos han cambiado y podéis disfrutar de los regalos que os han traído este año. Ojalá que nunca vengan escasos de regalos para ningún niño del mundo porque una guerra les impida llegar hasta sus casas… Ahora, seguir jugando.
El anciano dejó de nuevo a la niña en el suelo y levantándose, se excusó antes los presentes y cogiendo su gorra y su garrota, se marchó a pasear por el pueblo en aquel día iluminado por la sonrisa de tantos niños. Entabló conversación los amigos de siempre y jugó una partida al dominó en el bar de Pacho. Tras unas cañas y algún que otro fruto seco que llevarse a la boca, se despidió de los tertulianos y se acercó a la panadería a por una barra de pan y el roscón que días antes había encargado hecho de harina, masa madre, levadura y agua de azahar.
Cuando llegó a casa, ya todo estaba dispuesto para la comida. Su hija en la cocina terminando de asar el cordero y el yerno colocando la majestuosa mesa. En cuanto vio al anciano, dejó lo que estaba haciendo y le pidió que dejase todo encima de la encimera y que le acompañase. Julio sin decir palabra, siguió al muchacho hasta la parte de atrás y tras abrir la puerta que daba al patio, le pidió que saliera. Julio no tuvo palabras para expresar lo que veían sus ojos y lo que sintió en ese momento. Seguidamente se les llenaron de lágrimas y lentamente se acercó hacía aquel castillo de cartón, hojalata y palos de madera que sus nietos habían cogido tras rebuscar en el cobertizo de su abuelo. Los niños corrieron hacía él y le agarraron de la mano mientras le llevaban al interior de aquella barraca improvisada. Dentro estaba el árbol de navidad que habían sacado de la casa, lo juguetes que les habían regalado y su sillón favorito, todo ello adornado con guirnaldas y luces de colores.
– Siento haberte desmontado el trastero, pero los niños insistieron en ello -le sonrió su yerno.
– Siéntate aquí, abuelo – le indicó la niña. Samu entonces se acercó a su abuelo y le preguntó si le gustaba. Este, sonriendo, asintió con la cabeza sin dejar de mirar todo lo que habían fabricado en pocas horas.
– Ves, papá, sus majestades los reyes también habían traído la imaginación a tus nietos y te han obsequiado con tu regalo favorito -le dijo su hija mientras depositaba en sus manos, un caballito viejo de madera que, rebuscando, habían encontrado.