María se sentó como todas las mañanas junto a su taza de café caliente recién hecha con unas gotitas de leche condensada que tanto le gustaba. La cogió con ambas manos y sintió su calor en aquella mañana de otoño. Miró al televisor que tenía colgado en la cocina el cual permanecía oscuro y en silencio. No le apetecía ver tristezas y desasosiegos, no en aquel día que se encontraba en calma consigo misma. Apenas le gustaba aquella estación del año porque la sentía fría y gris con colores rojos anaranjados de las hojas muertas que cubrían el césped de su jardín. Era una época que no le entusiasmaba demasiado porque sabía que, después del otoño vendría el invierno y era tiempo para quedarse en casa y no disfrutar de la vida como ella decía. Aunque para gustos los colores, se decía.
Se quedó ensimismada contemplando sus pensamientos por si alguno salía a flote y alteraba aquella zona de confort que tanto le apetecía. Pero aquel día sus ideas y palabras que habitualmente atiborraban su cabeza estaban en calma, limpia de conjeturas e incertidumbres. La pasaba mucho cuando se quedaba a solas en casa, fuera del griterío de los niños cuando estos se marchaban al colegio y su marido salía por la puerta rumbo a su trabajo.
Cogió la cuchara y removió el café cargado, muy lentamente, y buscó con la mirada la botella del whisky escocés que Adrián había traído de su tierra y que utilizaba para engalanar los sofritos de algunas verduras antes de mezclarlas con las carnes que continuamente aderezaba. Le encantaba pasar tiempo en la cocina y experimentar recetas que veía en las redes sociales, dándoles su toque personal. Echó unas gotitas en el café porque aquel día necesitaba levantar un poco sus chacras y siguió removiendo. Cogió la taza y dándole un largo sorbo, sintió su sabor y ese calor que inundó su garganta.
– ¡Dios, me he pasado con el alcohol! -sonrió
Al instante, cogió su libreta y su bolígrafo y empezó a apuntar lo que necesitaría para hacer la comida de aquel día. Recordó que había quedado con su amiga para ir juntas a la compra y pasar la mañana antes de que viniese el resto de la familia a almorzar. Debería ser una lista espléndida, aunque tuviera que comprar algo para toda la semana y pudiese traérsela a casa. No era muy partidaria de ello puesto que no le gustaba desperdiciar lo que no iba a consumir en ese día y guardar alimentos perecederos no le hacía mucha gracia.
– Lo que se come se compra porque luego se tira -pensó- Debería comprar ante todo esos cereales tan buenos y ricos en fibra que tanto le gustan a mi marido. Le encanta tener un cuerpo saludable y atlético; y esos bollitos que les encantan a mis niños y que mojan en la leche.
Recordó entonces cuando conoció a Adrián, Ella trabaja por entonces como becaria cara al público, en una cadena de gimnasios muy conocidos en New York. Allí estaba él, un adonis del cual creía que nunca sería parte de su vida porque ella era una de esas españolas del montón: morena, ojos castaños y muy poquita cosa. Él por su parte era alto y grandote como su padre, escocés de nacimiento y de sangre latina por parte de madre. Enseguida ambos congeniaron y como era muy familiar, pronto quiso casarse y tener descendencia. María nunca se sintió la clásica mujer florero que se quedaba en casa cuidando a los hijos y sirviendo al marido. Al contrario, él le propuso que siguiera trabajando, pero a ella no le importó no hacerlo ya que sus estudios tampoco eran para tirar cohetes y nunca tuvo oportunidades para conseguir un buen puesto de trabajo. Con el tiempo, su marido le propuso que fuera ella quien llevase muchas de las cosas que él hacía y que no era necesario estar en un despacho porque podía hacerlo perfectamente desde su casa. Eso le encantó porque siempre fue una mujer muy hogareña. Además, su marido ganaba lo suficiente para poder estar tranquilamente cuidado de su hogar, de su familia y de su vida.
– Unas verduras para rehogar y hacer una buena salsa, un pollo troceado y unas patatas para hornear… -continuó apuntando- Papel higiénico, toallitas, carne picada para hacer hamburguesas que me salen tan bien y un poco embutido y fruta, no mucha porque no son de comerla continuamente.
Pensó entonces en el más pequeño. Aborrecía las verduras, los pimientos verdes como su héroe de dibujos animados.
– Si fuera por él, estaría todo el día con un plato de macarrones para desayunar, comer y cenar… ¡Estos niños! – pensó – Y los disgustos que te dan.
Dio la vuelta al papel y siguió apuntando lo que más le gustaba a cada uno y lo que más aborrecía. Entre medias siempre tenía alguna nota discordante: David no me hace ya tanto caso como antes, el pequeño aprende de él y Natalia está en esa edad que le sobra su madre. La edad el pavo empieza a hacerles estragos.
– A veces no me siento querida y respetada y Adrián no ayuda. Comprendo que está cansado y harto y no le apetece discutir con ellos porque cuando lo hace, se sale de tono y tan poco es bueno. No admito chantajes y últimamente es como estos niños funcionan, pero tampoco soy la mala y la que debo pagar los platos rotos de nadie. Si estuviera todo el día fuera, tal vez me querrían más. Lo he comprobado con otras madres. Sacrifico, lo doy todo y me llevo muy malos ratos.
Dejo de escribir y tomo otro sorbo de café que ya estaba frio.
– Pero luego está la otra parte. La madre luchadora, la madre consejera y emprendedora y que cobija a sus hijos bajo sus faldas para que no les pase nada. La mujer que complace al marido y que le encanta estar a su lado. La que se siente querida y amada y que siempre tiene hay detalles que aún me sorprenden y me siento agradecida. La madre coraje, la mujer que sale de la mano de su marido y la que sale a jugar al parque con sus hijos.
Cuando María terminó su café, se dio cuenta de que su lista de la compra había sido una gran lista de aprecios y rechazos mezclada con aquello que tenía que comprar. Palabras negativas y positivas de las cuales había aprendido con la edad y con el paso del tiempo. Siempre había sido honesta y la esperanza había sido su caballo de batalla. Que la empatía, la bondad y el respeto habían estado por encima de todas las cosas. Que la hipocresía, la intolerancia y la soberbia no estaba en su lista y aunque la baja autoestima había llamado a veces a su puerta, nunca había dejado que esta se aprovechase de las circunstancias.
María había aprendido a ser una gran persona, una gran mujer empoderada y con grandes dotes peculiares para poder saber salir de un apuro. Una gran persona, una gran amante, una gran madre y sobre, toda una mujer.
El teléfono sonó despertándola de su trance. Lo miró y sonrió.
– ¿Vamos? -oyó al otro lado.
– Hoy no -contestó María – Me ha surgió un imprevisto y no podré quedar. Tal vez mañana.
– Perfecto – contestó su amiga – espero que no sea nada grave.
– Nada que no se pueda solucionar con una buena comida china.
– Hasta mañana entonces -finalizó diciendo la voz.
María cogió el listín de teléfono y llamó a ese restaurante oriental que tanto le gustaba a su familia. Decidió entonces irse al salón y apreciar el paisaje desde su amplio ventanal y volver a intentar cambiar el color a ese otoño que tanto la disgustaba y que empezaba a despertarse en aquella sierra de Madrid.
@ Texto: Jesús M.ª Salvador
@ Imagen de Foundry Co en Pixabay