La terminal

Silvio está sentado, ausente, con la vista puesta en la taza de café que está encima de la mesa. Apenas levanta la cabeza. Su mente esta absorta, perdida, no piensa. Está vacía de palabras, sonidos y pensamientos. No sabe si esta solo o rodeado de más personas sentadas como él porque Silvio sigue con la mirada extraviada en algún lugar de aquella taza que sujeta con las manos sin saber que hacer, que decir y lo más importante, sin preocuparse de cómo llegó hasta allí. Nadie dice nada, todos callan, todos en silencio siguen sentados en sus sillas frente a una mesa observando su taza de café, su coscurro de pan o unas llaves de alguna cerradura que hacen vibrar al compás de cualquier movimiento que realizan con sus manos.

Tras un lago rato, Silvio levanta la mirada y observa que a través del cristal existe un trasiego continuo de gente, que viene y que va, que montan en todo tipo de transporte, que desaparecen de su vista caminando. Una serie de desconocidos que suben por las escalinatas a sitios donde su vista no alcanza a ver. Silvio no conoce sus destinos y tampoco está pendiente de ello. Vuelve a mirar su taza y sigue en silencio observando aquel café que no humea, que no sabe si esta frio o caliente porque tampoco se lo ha llevado a los labios para probarlo.

Se fija entonces que a su lado tiene un guante azul, roto y ensangrentado, sin la parte de los dedos para poder dejarlos libre… Está incompleto. No sabe, no se acuerda si lo llevaba consigo. Su mente sigue ausente porque tampoco razona.

Al instante, el joven inhala gran cantidad de aire y siente como su pecho se agranda y se expande, como su corazón bombea sangre, pero no lo localiza dentro de su caja torácica. Silvio por fin reacciona, levanta la vista y mira a su alrededor viendo como las demás personas que están a su alrededor siguen atentos al objeto que está delante de ellos: su taza de café, su coscurro de pan, sus llaves… Los ve distorsionados, apenas puede enfocar sus ojos para verlos claramente. Levanta la vista y localiza un enorme reloj sin manecillas que no marca ninguna hora y que está situado en una pared blanca y sin forma. En su memoria recuerda que tiene un instante marcado en su cabeza: las dos y cuarto de la tarde.

Intenta levantarse y apenas las piernas le sujetan, pero Silvio haciendo un gran esfuerzo que no experimenta empieza a moverse por ciencia infusa. Cuando se quiere dar cuenta, el chico se encuentra fuera de aquel recinto que desaparece tras de sí. Se asusta, no sabe que le pasa, se encuentra perdido y nadie puede darle una explicación puesto que el gentío que está a su alrededor pasa por su lado, se chocan con él y giran en dirección opuesta. Otros se paran ante él y le hablan gesticulando con sus manos sin poder oír sonido alguno. Son conocidos o cree haberlos visto en alguna parte, tal vez en su vida diaria o en la televisión porque sus caras le resultan conocidas. No sabría situarlos en un momento determinado de su vida. Se siente confuso, la desesperación aflora en él y los recuerdos empiezan a agolparse en su mente.

No muy lejos de allí ve una catarata de agua cristalina donde las personas se agolpan observándola detenidamente. El chico se acerca porque necesita un trago ya que siente que su garganta está seca, pero no tiene sed ni nota que su cuerpo lo necesite. Es como si todo ya no tuviera sentido para él porque las sensaciones ya no son las mismas. Según se va acercando cree divisar unas figuras que se reflejan en la gran cascada que cae desde lo alto del empíreo. Una luz cegadora se hace visible y las voces le son familiares. El sonido se hace más palpable.

¡Se nos va, más sangre… ¡El desfibrilador, traerme el maldito DEA…! ¡Aguanta muchacho!

Silvio empieza a recordar y su agonía se hace evidente. Apenas puede mantenerse en pie y siente como sus fuerzas empiezan a fallarle. Entonces su memoria fotográfica le enseña las calles de su ciudad, el aire, los árboles, el viento, sus recuerdos, su sonrisa, la luz del sol cegadora, su bicicleta y por último, el pavimento asfaltado, Ahora ya no se ve los pies, ni las manos, ni ese cuerpo que tanto había cuidado y del cual se sentía tan orgulloso porque era un obseso de las dietas, del ejercicio, de tener una vida más saludable porque quería ser algún día bombero y poder formar una gran familia con su novia de toda la vida. Ese cuerpo que ahora ya no poseía y por tanto, ya tenía a su alcance.

Silvio por fin se dio cuenta y se derrumbó contra el suelo: estaba muerto.

Miró al cielo o a las nubes o a aquellas luces de colores de las cuales no encontraba explicación. Vio las flores que le rodeaban y estaban a su lado, las que habían regalado sus amigos del club, de los más allegados, de los más íntimos. Observó sus caras, la angustia que sentían, el desgarro de sus corazones y la tristeza en sus almas. Sus lloros, sus lágrimas y sus desconsuelos que no calmaban. Silvio alargó su mano y quiso consolarles, besarles, abrazarles y decirles que todo estaba bien, que él estaba tranquilo, a gusto y en paz consigo mismo. Tan solo sintió las lágrimas que brotaron de esos ojos de la memoria que aún conservaba.

Silvio, ven conmigo -oyó que le susurraban.

El chico siguió a la voz hasta encontrarse delante de una figura esbelta que le ofrecía sus manos.

¿Estás preparado? –continuó diciéndole.

– ¿Preparado para qué? -le preguntó.

– Para seguir pedaleando-le dijo con una gran sonrisa enseñándole de nuevo su bicicleta impoluta y reluciente- Esto aún no se ha acabado. Debes dejar tu anterior vida y seguir hacia delante.

– ¿Cómo y a dónde? –insistió.

– ¿Cómo?, hasta donde tus fuerzas te lleven. ¿A dónde?, hasta donde decidas parar. Vamos Silvio, tu viaje debe seguir su camino.

Volvió su vista hacía la catarata, pero esta había desaparecido. Miró de nuevo aquella figura que no le dejaba de sonreír. No estaba triste y la paz que sentía recorría todo su espíritu. Cogió de nuevo su bicicleta, montó en ella y decidió seguir su vida sin rumbo conocido.

© Jesús María Salvador