Las Mil Ventanas

Anand llegó a Kailash persiguiendo a su propio Yo el cual se había alejado de él hace ya algún tiempo. Llegó al atardecer tras una ardua jornada entre trenes y caminos de podredumbres desde lo más bajo de la cordillera del Tíbet. Se prometió así mismo encontrar el camino que había perdido y llegar hasta lo más hondo de sus sentimientos para saber en qué paraje inhóspito se había alojado su alma. Dejó su trabajo, su familia e incluso su propia vida, la cual hasta ahora había sido agradable, para intentar lograr lo que otros habían logrado hace tiempo: encontrase de nuevo a sí mismo y poder hablar con su espíritu abandonado.

Tras su llegada a Ngari, el clima y el ambiente de la ciudad, le dio la bienvenida. Allí le esperaba Ösel, un joven sacerdote budista de ojos como el color de cielo y con una sonrisa que abarcaba toda su cara. Le saludó correctamente y le ofreció su mano. Anand no supo cómo reaccionar y se dejó llevar.

– ¿Desde dónde vienes? -le preguntó el muchacho.

– De Japur -le contestó.

– ¿Y a qué te dedicas?

– Soy comerciante, me dedico a la compra y venta de sedas en el continente y fuera de él.

– ¿Y qué te trae a este recóndito lugar? -insistió.

– La verdad es que no lo sé –se paró en seco- Creo que he llegado a un punto en que me olvidado quien soy. La vida me es insoportable y no encuentro salida alguna.

– Rebosaste el recipiente y ahora ya no sabes cómo vaciarlo, ¿verdad?

– Puede ser que me cansé de vivir como lo estaba haciendo hasta ahora.

– El tiempo no para y no nos damos cuenta de ello. Por mucho que queramos frenar, el sigue su curso. No entiende de horas, ni de épocas. No sabe cuando hace frio o calor y por eso sigue su curso, y nosotros con él. Nunca tenemos tiempo para poder apearnos y disfrutar de la vida. La sociedad no marca un horario y parece que debemos cumplirlo -prosiguió el joven.

Anand siguió escuchándole en silencio mientras avanzaba a su lado.

– ¿Cuánto hace que no cierras tus ventanas?

– ¿Disculpa? Se extraño por la pregunta.

– La pregunta es sencilla: ¿Cuánto hace que no las cierras para que el aire no te asfixie y el sol no amenace tu rostro?

– Suelo cerrarlas, pero cada vez me cuenta más – le contestó.

– Te cansaste de hacerlo – el joven monje, le sonrió.

Anand se quedó pensativo y Ösel volvió a tirar de él.

Durante un largo recorrido, ambos de la mano, siguieron su camino en silencio.

– Hace tiempo que te estoy esperando -el budista volvió a proseguir la conversación desde donde lo habían dejado.

– Si no me conoces, ¿cómo sabías que iba a venir? -le preguntó.

– Tu alma me lo dijo. Hace tiempo que dormita en lo alto de la montaña sagrada. A veces, cuando tu cuerpo ya no puede con tanta presión, el espíritu se desprende de tu ser y viene a reposar a la montaña, esperando que su dueño venga a recogerla.

– ¿Y si fuera el caso de que no viniese? -le preguntó.

– Yace durante años hasta que el cuerpo muere y el alma se marchita creyendo que nunca ha cumplido su cometido en esta vida. Es una pena, ¿no crees? -le miró a los ojos. Ambos siguieron en silencio-… Ya hemos llegado.

Delante de él, se encontraba un colosal monasterio de oro y bronce, esculpido al detalle con dragones alados e imágenes de buda Demchok y el dios Shiva. El joven muchacho le acompañó al interior y le mostró la inmensidad de una sala completamente llena de vidrieras representando a la diosa en todas sus personalidades. Al fondo ante él y en un gran patio de luces, se levantaba un majestuoso monte coronado por una llanura blanca llena de abundante nieve. Según las diversas religiones que reverencian la montaña, prohíben pisar las laderas del monte porque lo consideran un pecado ofendiendo a los dioses que veneran. Anand enmudeció, no sabría que era lo que se iba a encontrar, pero seguro que aquel viaje había merecido la pena.

– Esperemos que tu estancia sea corta y que no se alargase demasiado. Si fuese así, tu alma no volvería a tu cuerpo hasta que no estuviese listo para ello – comento Ösel.

– ¿Y como sabré que estaré listo?

– Cuando el cansancio de tu cuerpo cierre el dolor que sientes en estos momentos, tu alma volverá a ocupar el sitio que le corresponde. –volvió a agarrarle de la mano y le sumergió un poco más dentro en aquel gigantesco monasterio.

Anand siguió visualizando todo el esplendor lleno de antorchas y oliendo todo tipo de inciensos camuflado entre las flores. De pronto el muchacho se paró ante una puerta inmensa decorada con motivos religiosos.

– Ya hemos llegado. Una vez que crucemos esta puerta, ya tu mundo habrá cambiado. ¿Estás dispuesto hacerlo? El comerciante sintió como su corazón se aceleraba. Era momento de saber si aquel viaje había merecido tanto sacrificio. Asintiendo con la cabeza, el joven abrió sus puertas y ante él apareció una gran alcoba llena de motivos cotidianos de la vida de un dios, adornados en plata y oro. Al fondo, una cama llena de cojines labrados y a su lado, una inmensa bañera de mármol la cual se accedía por unas escaleras del mismo material. Al fondo, suculentos manjares que también le esperaban. Recordó entonces que desde que había salido de su ciudad, no había comido nada y que su cuerpo tampoco se lo había reclamado. Ösel le acompañó hasta la bañera y se puso delante de él.

– ¿Puedo? -le dijo.

– ¿Qué puedes? – contestó.

– Tu alma debe volver a tu cuerpo en un estado puro, para ello debes estar limpio de prejuicios y todo tipo de emociones. Debo desnudarte y ayudarte a meterte en la tina sin tocar nada que pertenezca al pasado. -El comerciante se ruborizó, Ösel sonrió nuevamente- No te preocupes, estoy aquí para cuidar de ti y devolverte tu alma, no para aprovecharme de tu vulnerabilidad.

Lentamente Anand se dejó hacer. Su cuerpo era atlético, moreno y joven, apenas había signos de flaqueza en él, pero inevitablemente todo eso era fachada. A los pocos minutos, estaba desnudo frente al monje el cual le ayudó a meterse en aquella enorme bañera de agua caliente llena de esencias de flores silvestres. Por primera vez en la vida, el comerciante se encontraba a gusto y sin pensar en nada. Cerró los ojos, se dejó llevar. Ante ese gesto, su alma sintió la llamada y empezó a desemperezarse en el monte sagrado. Anand se sintió aliviado.

Cuando abrió los ojos se dio cuenta de que estaba solo. Un pequeño frio recorrió su cuerpo, pero no hizo nada y siguió adentrándose en su propio Yo el cual seguía buscando. Se sentía solo ante tantas imágenes que le observaban y ante tanta luz reflejada tanto en el agua como en el resto de sus aposentos. Se encontraba en paz consigo mismo. Cuando hubo acabado, se levantó de las aguas y poniéndose un pequeño lienzo que le cubrió desde su cintura, salió de ella y se dirigió hacía la mesa. Picoteó un poco de aquellos suculentos manjares que le habían dejado y saciado, se fue hacía la cama para intentar reposar un poco.

De pronto sintió un pequeño golpe y vio que una de las ventanas de su alcoba la cual antes no había apreciado, se abrió de par en par dejando entrar por ella un agitado viento que le hizo estremecer. Levantándose apresuradamente, intentó cerrarla mientras otra volvía a repetir la misma secuencia y se abría vigorosa delante de él. Anand empezó a agitarse y a llamar al joven monje para que le ayudase. Más tardes de la nada, aparecieron otras tantas que se abrieron violentamente.

A cada ventana que se abría el comerciante recordó las veces que había luchado contra su propio Yo y lo injustamente que la vida le había tratado. Según la ventana que se abría, sus recuerdos se agolpaban en su mente: A cuanta gente había ayudado y cuanta le habían defraudado. Lo injusto que la gente le había tratado sin hacer méritos para ganarse su desprecio. A cuanta gente había amado y cuanta le habían repudiado. A cuantos les había ayudado económicamente para que salieran a flote y cuantos se habían alejado ante él en sus malos momentos. Empezó a cansarse y a sentirse agotado. El aire volvía a asfixiarle y empezó a rendirse porque no podía cerrarlas a la vez. Sintió como el alma volvía a dormirse y a renegar de su cuerpo. Por más que cerraba las ventanas, estas volvían a abrirse por corrientes de aire que se deslizaba por la sala a su antojo. Empezó por tanto a sentirse vacío, sin esperanzas, dolorido en lo más profundo de su cuerpo. En una de esas intentonas de cerrarlas, perdió el atuendo que lo cubría y se sintió nuevamente desnudo, vulnerable y sin ganas de continuar luchando. El tiempo parecía que se había puesto en su contra y perdió toda ganas de seguir adelante. No sabía como continuar ni como debía hacerlo. Nunca había necesitado ayuda para poder defenderse de sus propios fantasmas porque tampoco nadie se la había ofrecido a hacerlo, pero sabía que, en estos momentos, el joven monje sería de una gran ayuda para poder salir de aquel atolladero. Al final el viento se hizo con su vida y pensó que aquel viaje había sido en balde y de todo menos una gran aventura por recuperar su alma. La cobardía volvió a adentrase dentro de él y empezó a llorar. Fue entonces cuando se acordó de lo que aquel monje quería decirle:

Cuando el cansancio de tu cuerpo cierre el dolor que sientes en estos momentos, tu alma volverá a ocupar el sitio que le corresponde.

Fue entonces cuando tomó la decisión de dejar de musitar, de cerrar los ojos y de sentarse a esperar que el viento arreciara y así poder cerrar sus mil ventanas…

A la mañana siguiente, los pavos reales despertaron a Anand y delante de él, los ojos de Ösel mirándole con ternura.

– ¿Cerraste tus ventanas?

– Lo intenté.

– ¿Te fue difícil hacerlo? -insistió

– Fui un cobarde y no pude con ellas. No fui capaz de enfrentarme.

– Ese ya es un paso, pero equivocaste tu actitud.

– ¿Porqué? ¿En qué obré mal?

– En que las ventanas debes cerrarlas una a una e insistir para que no vuelvan abrirse, no intentar cerrarlas todas a la vez.

El comerciante dejó caer unas lágrimas de sus ojos y Ösel las limpió con mucho cuidado.

– Me queda mucho camino -comentó Anand.

– Y yo estaré a tu lado para conseguirlo – contestó el sacerdote.

Años después de su locura, Anand volvió a visitar a su joven amigo al monte Kailash y se encontró con una gran llanura desierta con el monte como insignia. De aquel monasterio, nadie supo nada.


© Texto: Jesús María Salvador
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