Pasos

La mirada del chiquillo se perdía entre la multitud de la gente pensando cómo podría ser capaz de hacer algo tan cotidiano como el resto de los mortales. Les observaba con sus ojos caramelizados con gran admiración, viendo cómo se movían en silencio debajo de aquellos capuchones del color del respeto y de la solemnidad.

Cuando Leo nació no sabía que su vida iba a ser tan intensa, empedrada y tan llena de obstáculos. Desde que llegó al mundo, su camino se convirtió en un jardín de espina que le retaban continuamente según iba pasando los años. Nunca desarrollo su cuerpo como los demás niños y eso llegó a pasarle factura marcándole durante mucho tiempo. Según el sendero que trazase en su destino, así era tratado y siempre era señalado con el dedo, mofándose de su aspecto. Debajo de él se crearon cristales de sal que llagaron sus pasos y que le cortaban continuamente, aquellos pies frágiles que Dios le había otorgado. Por tanto, no le quedó más remedio que revolotear hacía un tren compasivo que a veces se detenía en su vida y que le insistía para que subiera y así intentar cambiar el rumbo de su destino. Era frágil y aprendió a que sus heridas debían ser curtidas y sacrificadas por el bien de su propia fuerza interior, así que, con el tiempo desechó subirse de nuevo y empezar un propio recorrido.

Un sol de justicia hacía que Leo se metiera entre todos los recovecos y soportales de aquella ciudad que desde hacía unos años había empezado a crecer de forma desmesurada. Y entre la multitud, con sus muletas bajo el hombro, suavemente se colaba entre el gentío para observar la tristeza de las almas que, debajo de las cortinas aterciopeladas de color rojo que colgaban del trono de pan de oro, arrastraban sus pies descalzados portando aquel Cristo que peregrinaba rumbo a al calvario antes de su resurrección en Semana Santa. Leo le miró con dulzura sintiendo como él formaba parte de su sufrimiento. Su Madre le seguía desconsolada mientras le bailaban al son de los tambores del Viernes Santo sevillano. Deseaba que el calor desapareciese pronto de aquel día soleado para sentir en sus propias carnes el sufrimiento de los cofrades y el olor a esplendor que manaba en cada rincón de cada calle.

Leo desde pequeño, solía ir la iglesia de su pueblo y sentarse en sus bancos después de un arduo camino. Le encantaba hablar como Marcelino a su Señor que, colgado en el altar de la parroquia, le mirada siempre sonriendo. Con Él siempre se desahogaba contándole que no quería ser el más tonto del barrio, el impedido del colegio, el que miran con pena y le dan unas monedas creyendo ser un pobre desahuciado. Le contaba que quería ser como los demás, como su padre, labriego del campo y poder ayudarle a recoger la cosecha y no ser el inútil impedido a los ojos de su familia. Lloraba por dentro porque quería ser fuerte, que nadie observase su pena y así dar la razón a todos aquellos que me miraban con compasión. Y cuando se calmaba y recobraba las fuerzas, salía por la puerta con una gran sonrisa para demostrar su valía ante el mundo con sus dos muletas de acero que sujetaban su cuerpo. Pero al mirar a su alrededor, volvía a empequeñecerse y sus sueños se truncaban dando lugar a un no puedo que siempre permanecía expectante en su cabeza desmontando su fortaleza.

Leo iba a la escuela y no jugaba con los otros niños porque su discapacidad así se lo impedía. Creció sin darle una patada a un balón, sin un amigo que no se riera de él, sin una palmadita de alguien que le diese en la espalda para levantarle la moral. Nunca pudo cargar un saco de cemento, ni viajar a aquellas ciudades que siempre veía en fotografías. Debía ser precavido porque su cuerpo no se mantenía y tenía miedo a sufrir las consecuencias. Una lipotimia, un mareo, un llamar la atención y un pobre que pena me da… Se había hecho miedoso y su pánico era tan fuerte que apenas tenía ganas de salir a la calle para que no tuvieran que socorrerle en caso de una mala caída porque su cuerpo le había dejado sin fuerzas.

Seguía incansable mirando a los anderos como procesionaban por las calles y cuando podía, volvía a colarse entre la muchedumbre en cualquier calle para poder volver a seguirle y ver sus ojos de tristeza con esa cara resplandeciente, mientras el humo del incensario se esparcía embriagando el ambiente. El silencio era sepulcral y respetuoso, tan solo roto por el paso de la hermandad.

Su mente seguía divagando.

Cuando llegó a ser más mayor, Leo decidió que su pueblo era lo suficientemente pequeño para él y que necesitaba vivir nuevos retos. El impedimento de sus padres no le hizo retroceder y cuando consiguió un poco de dinero, emigró a Sevilla y consiguió un pequeño puesto dentro de la Maestranza repartiendo almohadillas para las gradas. Leo el tullido le llamaban, pero a él no le importaba porque al menos ya tenía un nombre y era respetado por aquellos que rondaban frecuentemente la plaza. Al término de la corrida y tras recoger las almohadillas, Leo siempre se encaminaba a ver a su amigo que siempre le esperaba en aquel altar de planta circular con un atrio porticado, sujetando su inmensa cruz y el alma de sus feligreses. Allí pasaba las noches, aunque la basílica cerrase. Leo ya era un asiduo del lugar y era muy conocido y sabían que nunca haría nada que ofendiese al Padre. Por las mañanas, cuando el chico se levantaba siempre tenía en el banco continuo, su café recién hecho y su pan con aceite y tomate triturado con sus lonchas de jamón serrano.

El muchacho volvió en sí de sus recuerdos y miró al cielo donde el sol había dejado de acecharle, observando tan solo las luces de las velas de los nazarenos y de las farolas de las calles que alumbraban el paso de su Cristo engrandecido y la de su Madre que le acompañaba con lágrimas en los ojos. Ya no sentía calor y el agobio de las gentes ya no era el mismo. Con las horas, la procesión pasó a ser Silencio hasta que acabó recogiéndose en su templo. Cuando todo hubo acabado, Leo dejó que los cofrades se despidieran de él y como esa noche habría seguramente vigilia, decidió que dormiría detrás de su altar, a sus pies, para así no molestar a nadie.

Aquella noche un escalofrío le despertó y sintió como alguien se sentaba a su lado y acariciaba su mejilla, Leo le miró fijamente y tras bostezar, una gran sonrisa apareció en su cara.

– Gracias por permanecer tanto tiempo a mi lado -le dijo aquella imagen agradecida.

– No tienes que dármelas. Yo tendría que estar agradecido por ser mi amigo durante tanto tiempo y estar siempre a mi lado.

– Siento que nunca hayas podido jugar al futbol y que tus amigos se rieran de ti. Siento no haberte dado todo aquello que habías deseado.

– Bueno, eso ya pasó. Hace tiempo que aprendí cual era mi misión y ahora puedo sentirla y estar agradecido.

– El esfuerzo de fe ante el impedimento de la una vida -le indicó.

– Cierto, pero ha merecido la pena -le contestó.

Leo siguió observando esos ojos que siempre le habían enamorado y siguió fijándose en aquel rostro que ya no estaba herido. Sonriendo, el muchacho tímidamente le agarró su mano y sintió un calor inmenso que iluminó su corazón.

– Esta vez, querido amigo no quiero hacer el camino solo, ¿me acompañarías? -prosiguió diciéndole.

– Si, claro – dijo Leo buscando sus muletas.

– Tranquilo Leo, donde vamos ya no las necesitarás más –Jesús se levantó y le ofreció sus manos para que el muchacho se pusiera en pie- ¿En marcha?

Leo dejó caer una pequeña lágrima que se deslizó por su mejilla y muy lentamente empezó a caminar con cierto miedo a perder el equilibrio. Observó sus pies, sus piernas, su cuerpo entero que ya no parecía el mismo y agarrado a su amigo, emprendió su camino.

A la mañana siguiente como siempre, el sacerdote le dejó el desayuno a su lado, pero esta vez a Leo el café se le quedó frio.

© Jesús María Salvador