Miró por la ventanilla de aquel que sería su último viaje después de tanto tiempo haciendo la misma rutina: subir, bajar, sentarse, leer o reposar su vista cansada echando una pequeña cabezadita tras un arduo día de trabajo. Portaba consigo una caja llena de recuerdos e ilusiones. Mirando en su interior recordó cada momento de cada objeto que llevaba y la historia que tenía de cada uno de ellos después de tantos años.
Empezó a trabajar siendo muy niña. Apenas contaba con quince años de edad cuando tuvo que ayudar a su familia a salir a flote. Viajaba de un lado para otro limpiando casas por horas o de niñera cuidando los hijos de alguna familia adinerada. Cuando llegaba a casa, cansada del continuo ajetreo de la jornada, saludaba a sus padres, dejaba sus escasas pertenencias en una habitación compartida y distribuida en literas, se lavaba la cara, se miraba al espejo agotada y bajaba a ayudar a su madre para preparar la cena de aquella noche. Tras un humilde y escaso manjar, se hacía cargo de sus hermanos más pequeños que acostaba y a continuación le rendía cuentas a su madre del dinero que había conseguido. Esta lo contaba una y otra vez haciendo sus cábalas sin preguntarle a la muchacha como le había ido el día. Adriana recordaba como su niñez paso desapercibida y, que cuando se quiso darse cuenta, ya era una mujercita casadera y totalmente curtida.
Siguió posando sus ojos al paisaje de ladrillos y cemento que se alzaba delante de ella según pasaba el tren por aquel enjambre de edificios. Suspiró.
Ya con veintidós años recién cumplidos, el señor al que servía le ofreció un puesto digno en el hotel que dirigía, ganando más dinero y teniendo un horario fijo establecido. Cuando se lo anunció a sus padres, estos agradecidos, hicieron cálculo de cuánto dinero ganaría para la familia sin pensar en ningún momento si la chica estaba dispuesta a hacerlo. Cuantas veces agachó la cabeza tras discutir con su madre por unos zapatos nuevos, o una falda estampada que había visto en el escaparate, para poder salir a la calle con sus amigas y estar un poco más guapa. Y cuantas veces oyó las mismas palabras: que vivía en casa de sus padres y que ellos le daban un techo para dormir, un plato donde comer y que, por tanto, el dinero que ganaba no era solo de ella y debía ayudar a la familia. Entonces, su padre agachaba el cabeza resignado mientras su esposa vociferaba cada vez que la chica se quejaba. Cuando estaban a solas, a escondidas, le daba una pequeña paga de las horas extras que él hacia sin que su madre se enterada y para que ella empezase a administrarse.
– De cien pesetas que ganes, guárdate siempre quince –le decía.
Y eso hizo y cuando tuvo su primer sueldo, empezó a guardarse algo de dinero poniendo cualquier excusa si esta se lo demandaba. También se hizo una pequeña cartilla de las propinas que la daban y que guardaba con recelo para que su madre nunca tuviera noticias de su existencia. Empezó a vestirse con ropas nuevas y no usadas, y a salir por la zona lejos de su casa, donde quedaba con sus amigas.
Mi padre, pensó, si no hubiera sido por mi padre yo me hubiera podrido al lado de mi familia.
Recorrió con su mirada a los allí presentes y se quedó prendada de la chica joven que llevaba a su niño en brazos al cuál acunaba, mientras su parpados se rendían sellando sus ojos del cansancio que aportaba. Recordó entonces cuando siendo ya más mayor, entre habitación y habitación que arreglaba, que conoció al que más tarde sería su pareja. Un botones atractivo y bien parecido que la hizo salir de su casa a la edad de veinticinco tras un embarazo repentino.
Crió a su hijo sola mientras su marido aportaba el sustento a la familia con todos los trabajos que le salían después su jornada en el hotel. Consiguieron un piso de renta antigua cedida por el IVIMA ya que su madre se negó a ayudarla. Como consecuencia, prosiguió estando esclava de su casa, de las obligaciones de esta, de su familia y de las deudas que los embargaban. Con el tiempo y con ayuda de sus vecinas y la oposición de su marido, pudo dejar a su pequeño a su cuidado y volver a su antiguo trabajo pasando de ser una camarera de pisos a responsable estas y más tarde con estudios y largas noches en vela, a recepcionista del hotel y a gobernanta.
Pero mi vida no cambió mucho, se decía. Trabajaba en el hotel y volvía a casa para seguir haciendo lo mismo, ¿cuándo tiempo tuve para mí?
Las estaciones fueron pasando y con ellas su vida y el resto de su historia. Siempre sacrificada por los demás. Ni unas vacaciones, ni un descanso y, sobre todo, ni una palabra amable por parte de su familia, de sus tres hijos o de su marido que siempre parecía agotado.
El tren se detuvo en la estación de Atocha y Adriana miró a la multitud de gente se agolpaba en el apeadero para subir a los vagones. Empezó a asfixiarse, a sentirse que le faltaba el aire. La ansiedad parecía dominarla y el mundo se la vino encima. Pensó entonces cuál sería su futuro a partir de ahora que su trabajo había terminado y que la jubilación había llamado a su puerta. ¿Seguiría limpiando su casa, cuidando a los hijos que aún no se habían marchado y haciéndoles la cena, la cama y oyendo todo tipo de desprecios de los cuales creían tener derecho? Rotundamente no, y cogiendo la caja y haciéndose hueco entre el tumulto de la gente, bajó al andén. El tren cerró sus puertas y vio cómo se marchaba quedándose totalmente sola, respirando aliviada. Subió al vestíbulo y miró al panel donde se encontraban todos los destinos, aquellos que alguna vez había soñado visitar y que nunca pudo cumplir. Miró de nuevo la caja, la abrió y viendo que solo eran recuerdos, decidió dejarla en un banco y romper con su pasado.
Nerviosa como si un hubiera cometido un crimen, indagó tímidamente en su bolso y sacando una tarjeta que nunca había utilizado, buscó un cajero y la introdujo. Observó todo el dinero que en ella tenía y todo lo que le había rentado desde que empezó con aquella pequeña paga que le dio su padre, había dado su beneficio. La sacó del cajero y se dirigió a una de las ventanillas para comprar un billete a rumbo desconocido.
Sonriente, pensando que seguramente la echarían de menos, Adriana dio un giro a su vida y cambió de vía para dirigirse a la siguiente estación.